LA POSIBLE REFORMA DE LA CONSTUTICIÓN EN ESPAÑA: OPORTUNIDAD/INOPORTUNIDAD DEL MOMENTO, Y TRES PROPUESTAS MEDIOAMBIENTALES
THE POSSIBLE REFORM OF THE CONSTITUTION IN SPAIN: OPPORTUNITY / INOPPORTUNITY OF THE MOMENT, AND THREE ENVIRONMENTAL PROPOSALS
Roberto Bustillo BoladoI
I Universidade de Vigo (UVigo), Vigo, Espanha. Doutor em Direito. E-mail: rbustillo@uvigo.es
DOI: http://dx.doi.org/10.20912/rdc.v14i33.2981
Autor convidado
Resumen: En términos histórico-constitucionales, 2018 es un año singular para Brasil y para España, pues a uno y otro lado del Atlántico ambos Estados celebran respectivamente el trigésimo y el cuadragésimo aniversario de vigencia de sus respectivas Constituciones. Es cierto que la celebración no debe hacer olvidar la trascendencia negativa de determinadas realidades de dimensión socioeconómica, política e incluso judicial que viven ambos países, pero tales circunstancias tampoco pueden esgrimirse ni como justificación ni como excusa para olvidar las referidas efemérides. Es mi objetivo a lo largo de esta ponencia explicar cuáles fueron los orígenes de nuestro actual texto constitucional, las (pequeñas) reformas que han modificado algunos aspectos concretos a lo largo de estos cuarenta años de vigencia, la oportunidad o inoportunidad de una posible reforma sustancial que desde algunas instancias políticas se reclaman y, por último, proponer y justificar tres posibles y pequeñas reformas de orientación medioambiental que, en mi opinión, sería deseable que se incorporaran al texto de la carta magna española.
Palabras clave: Lei Rouanet. Lei de Incentivo à cultura. Princípio da não afetação de impostos. Constitucionalidade. Política Pública.
Abstract: In constitutional-historical terms, 2018 is a unique year for Brazil and for Spain, since on both sides of the Atlantic both States celebrate respectively the thirtieth and fortieth anniversary of the validity of their respective Constitutions. It is true that the celebration should not make us forget the negative transcendence of certain realities of socioeconomic, political and even judicial dimension that both countries are experiencing, but such circumstances can not be used either as a justification or as an excuse to forget the mentioned ephemerides. It is my objective throughout this presentation to explain what were the origins of our current constitutional text, the (small) reforms that have modified some concrete aspects throughout these forty years of validity, the opportunity or inopportunity of a possible substantial reform that from some political instances are claimed and, finally, propose and justify three possible and small environmental orientation reforms that, in my opinion, would be desirable to be incorporated into the text of the Spanish Magna Carta.
Keywords: Rouanet Law. Culture Incentive Law. Principle of non-binding taxation. Constitutionality. Public Policy.
Sumário: 1 Introducción; 2 Antecedentes y nacimiento de la vigente Constitución Española de 1978; 3 El vigente modelo constitucional y las reformas “puntuales” de 1992 y 2011; 4 La “oportunidad/inoportunidad” de una posible reforma constitucional en el actual momento político; 5 Tres propuestas ambientales para integrar en la Constitución Española; Referencia.
1 Introducción
En términos histórico-constitucionales, 2018 es un año singular para Brasil y para España, pues a uno y otro lado del Atlántico ambos Estados celebran respectivamente el trigésimo y el cuadragésimo aniversario de vigencia de sus respectivas Constituciones. Es cierto que la celebración no debe hacer olvidar la trascendencia negativa de determinadas realidades de dimensión socioeconómica, política e incluso judicial que viven ambos países, pero tales circunstancias tampoco pueden esgrimirse ni como justificación ni como excusa para olvidar las referidas efemérides.
Es mi objetivo a lo largo de esta ponencia explicar en Brasil cuáles fueron los orígenes de nuestro actual texto constitucional, las (pequeñas) reformas que han modificado algunos aspectos concretos a lo largo de estos cuarenta años de vigencia, la oportunidad o inoportunidad de una posible reforma sustancial que desde algunas instancias políticas se reclaman y, por último, proponer y justificar tres posibles y pequeñas reformas de orientación medioambiental que, en mi opinión, sería deseable que se incorporaran al texto de la carta magna española.
2 Antecedentes y nacimiento de la vigente Constitución Española de 1978
Como explica el prof. Dr. Luís Martín Rebollo (Martín, 2018,46) “el Derecho no procede del silencio del laboratorio, no procede inicialmente de la lógica, sino que se decanta en el fragor de la historia y de los intereses que subyacen en toda colectividad”. Y si esa afirmación, en general, se verifica en relación con cualquier norma jurídica, mucho más cuando hablamos de la Constitución de un Estado. Salvo que nos conformemos con un mero conocimiento meramente operativo y superficial de la realidad, no se puede entender en un momento dado la Constitución vigente en un Estado, la organización y estructuración de sus poderes públicos y el elenco de derechos y libertades reconocidos a los ciudadanos, si se desconoce el sustrato histórico sobre el que se edifica la realidad jurídico-política que se aspira a asimilar en términos de aprendizaje.
Y comprender, asimilar muchas de las claves del texto constitucional de 1978 implica, pues, dar un pequeño salto hacia el pasado y recordar algunas de las notas características de nuestra historia político-constitucional desde el siglo XIX hasta los años setenta del siglo XX.
Ilustración 1 – Constituciones españolas
Para sustentar gráficamente dicho salto puede resultar útil la ilustración número 11. Lo primero en lo que quiero que reparen de ese cuadro es en los óvalos sombreados. Cada uno de ellos representa una guerra sufrida por España, hasta un total de ocho; abrimos el siglo XIX con la Guerra de la Independencia frente a la Francia napoleónica; a continuación, tres guerras civiles conocidas como Guerras Carlistas; despedimos el XIX con la guerra colonial (que España pierde y Estados Unidos gana) tras la cual, Filipinas, Cuba y Puerto Rico dejan de ser territorio español; a principios del siglo XX España toma parte –junto con Francia- en una guerra colonial en el norte de África; entre 1936 y 1939 tiene lugar la que en la historia española llamamos, con mayúsculas, Guerra Civil (pero que ya se ha expuesto que no fue la única) y a finales de los años cincuenta, la (poco conocida) Guerra de Ifni, la última guerra colonial en la que participó España, también en el norte de África.
Cuatro guerras civiles y otras cuatro guerras más en apenas siglo y medio, son muestra de una historia política reciente agitada, llena de conflictos (bélicos, políticos, sociales…) y heridas. Uno de los resultados es que desde el siglo XIX hasta la entrada en vigor de la Constitución Españolas de 1978, en nuestro país se sucedieron hasta diecisiete regímenes políticos diferentes, con alternancia de largos periodos de monarquía y de breves de república, de regímenes totalitarios y de sistemas democráticos, y, dentro de los periodos democráticos, con sucesivas constituciones de muy diverso alcance y orientación política. Tuvimos una primera constitución (liberal) en 1812 (que entró en vigor y fue derogada varias veces a lo largo de la primera mitad del XIX, otra en 1834 (moderada, aunque en realidad no era una Constitución, sino una “carta otorgada”), otra en 1837 (progresista), otra en 1845 (moderada), otra en 1869 (progresista), otra en 1873 (progresista y republicana; aunque formalmente España llegó a constituirse en república, a esta Constitución no le dio tiempo a ser aprobada y entrar en vigor), otra en 1876 (liberal/conservadora), otra en 1931 (progresista y republicana) y la vigente de 1978 (consensuada entre todas las fuerzas políticas representativas).
Si una persona dispone de mucho dinero en sus cuentas bancarias, podemos decir que esa persona es “rica”; sin embargo, si un país tiene en relativamente poco tiempo muchas Constituciones, podemos decir que tiene una historia constitucional pobre. Pobre, porque en el caso de España nuestra historia constitucional es una constante sucesión de fracasos ¿Por qué? Porque a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, la Constitución no ha sido mucho más que el “botín de guerra del vencedor”. Cada vez que una fuerza política ganaba las elecciones o contaba con el respaldo fáctico de un pronunciamiento militar, impulsaba una Constitución a su medida. Todas las Constituciones del siglo XIX y la primera mitad del XX han sido Constituciones o de partido o de ideología, Constituciones que respaldaba una mitad (mayoritaria o minoritaria, no una mitad matemática, sino “una mitad” en términos políticos) de España y que importunaba a la otra mitad. Constituciones de vencedores frente a vencidos. Esa es la causa de lo que llamo pobreza de nuestra historia constitucional. Esa es la causa que tienen en común (sin perjuicio de las singularidades de cada supuesto) los fracasos de todas las Constituciones españolas del siglo XIX y la primera mitad del XX. La Constitución histórica que más se aleja de ese nocivo modelo fue la de 1876, fruto de un pacto entre liberales y conservadores (no en vano fue la más longeva de todas), pero las fuerzas progresistas quedaron excluidas de ese acuerdo.
Es precisamente en los últimos años de vigencia de la CE de 1876 cuando hay que detenerse brevemente para comprender el contexto político donde casi medio siglo después se fraguará la de 1978.
En 1923, en vigencia del sistema democrático instaurado por la Constitución de 1876 y siendo Rey Alfonso XIII (de la familia real de los Borbones), el capitán general Primo de Rivera encabeza un golpe de Estado que alcanza éxito contando con el respaldo del monarca, dando lugar a una régimen militar que perduraría hasta comienzos de los años treinta. El apoyo de Alfonso XIII a Primo de Rivera acarreó el desprestigio de su persona y de la institución monárquica, lo que favoreció que ele 12 de abril de 1931, en las reinstauradas (tras la dimisión y muerte por enfermedad de Primo de Rivera en 1930) elecciones municipales de ese año, los partidos políticos republicanos obtuvieran un notable éxito (en las ciudades, no en el mundo rural). A la vista de tales resultados (y evitando probablemente con ello una inútil guerra civil), Alfonso XIII abandona la Jefatura del Estado (sin abdicar ni renunciar a sus derechos) y se autoexilia en Italia. Al día siguiente, día 14 de abril de 1931, se proclama en España la II República. Comienza así una nueva etapa democrática con una nueva Constitución, la de 9 de diciembre de 1931.
En 1936, un nuevo golpe de Estado será el inicio de una cruenta Guerra Civil que terminaría en 1939 con la victoria de los golpistas al mando del general Francisco Franco. Tras el fin de la guerra, se instaura en España un régimen totalitario con el general Franco como Jefe del Estado, régimen que se prolongará más de treinta años, hasta la muerte del dictador en 1975. A la muerte de Franco se activan las previsiones de la Ley 28 de marzo de 1947, de Sucesión en la Jefatura del Estado, que había reconfigurado España como un reino (aunque sin rey mientras Franco estuviera al frente) y que preveía que en la Jefatura del Estado sucediera a Franco a título de Rey o de Regente, la persona que el mismo Franco previamente hubiera designado. El último Rey de España había sido Alfonso XIII (recuérdese que abandonó la jefatura del Estado, pero no abdicó ni renunció a sus derechos al trono); Alfonso XIII había muerto en Roma en 1941, así que en esos momentos la lógica de la sucesión a la corona española apuntaba hacia su hijo Juan de Borbón; pero Juan en varias ocasiones se había pronunciado públicamente con contundencia en contra del régimen; así, por ejemplo, en su primer Manifiesto, hecho público en Lausana el 19 de marzo de 1945 (cuando la II Guerra Mundial estaba ya claramente decantada y a los regímenes de Hitler y Mussolini les quedaban apenas semanas de vida), el hijo de Alfonso XIII califica al régimen franquista de estar inspirado en los mismos principios totalitarios de las fuerzas del eje y de ser contrario al carácter y a la tradición del pueblo español, y requiere “solemnemente al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandone el poder”. Al final, Franco decide saltarse el orden dinástico y elegir como su sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey no a Juan, sino a su hijo Juan Carlos (nieto, por tanto, de Alfonso XIII), gran parte de cuya educación se había desarrollado en España bajo la supervisión del propio dictador.
El general Franco muere el 20 de noviembre de 1975, y dos días después, el 22 de noviembre, Juan Carlos es proclamado Rey de España, momento a partir del cual tiene exactamente en términos jurídico-políticos los mismos poderes que Franco, los poderes de un Jefe de Estado en un Estado totalitario. Pero ya desde ese mismo instante comienzan a ponerse en marcha los engranajes del periodo que pasará a la historia como “la transición” (1975-1978), el periodo de conversión pacífica de un Estado totalitario en un Estado democrático. Y es que ya desde los primeros momentos el Rey parece apartarse del guion previsto por el dictador y empieza a situar en puestos clave de la organización política del Estado a personas de su confianza; destacadamente, Torcuato Fernández Miranda (quien fue su profesor de Derecho Constitucional) como Presidente de las Cortes Españolas (el nombre oficial de las no democráticas cortes franquistas) y del Consejo del Reino; y un joven Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, en sustitución del inmovilista Carlos Arias Navarro. Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez y el propio Rey son los principales artífices de la Ley para la Reforma Política, la popularmente conocida como “ley bisagra”, una ley que permite que el régimen franquista (puerta cerrada) se transforme en un régimen democrático de pluralismo y libertades políticas (puerta abierta) sin violencia y sin que ese tránsito suponga una ruptura de la continuidad (tanto a efectos internos como externos) del Estado. La Ley para la Reforma Política, aprobada por las Cortes (todavía) franquistas el 4 de enero de 1977, fue una valiosa pieza de ingeniería jurídico/política sobre la que pivotó el éxito de la transición.
En lo que a los efectos de esta ponencia más interesa, la aprobación de la Ley para la Reforma Política suponía que las Cortes franquistas acordaban su propia disolución y convocaban elecciones generales, las primeras elecciones generales libres en España tras más de cuarenta años. Libres y plurales, sin restricciones, porque pese a la resistencia de algunos sectores del ejército y de la todavía existente maquinaria política del régimen, pudo participar el Partido Comunista tras su legalización el 9 de abril de 1977; es más que probable que un buen número de los procuradores en Cortes que aprobaron la Ley de la Reforma Política unos meses antes, ese 9 de abril se echaran las manos a la cabeza y se arrepintieran de su voto, pero ya no habría marcha atrás.
El resultado de esas primeras elecciones tenía una importancia crucial, pues, aunque formalmente no estaba dicho en ningún documento oficial, todo el mundo era consciente de que materialmente serían unas verdaderas cortes constituyentes cuyo papel era sentar las bases constitucionales de un nuevo régimen político.
Las elecciones generales tuvieron lugar el miércoles 15 de junio de 1977, y los resultados en el Congreso dieron lugar a un panorama parlamentario (véase la tabla izquierda de la Ilustración número 2) sin mayoría absoluta, con una victoria en votos y diputados de la Unión de Centro Democrático (UCD, partido que en el contexto de la época podría calificarse de “centro-derecha”, liderado por Adolfo Suárez); en segundo lugar, a no mucha distancia de la UCD, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE, partido de izquierdas liderado por Felipe González), y, tras estos dos grandes partidos, la presencia minoritaria de una serie de fuerzas políticas (las más importantes de ellas, el Partido Comunista de Santiago Carrillo y Alianza Popular, partido de derechas liderado por Manuel Fraga) que se repartían entre la izquierda, la derecha y diversos grupos nacionalistas).
Ilustración 2 – Transición democrática
De acuerdo con las reglas pactadas, se formó una ponencia (grupo reducido de trabajo) con la misión de elaborar un primer borrador de texto constitucional para ser debatido en las Cortes Generales. Esta ponencia estaba integrada por siete miembros que, en relación proporcional a los resultados de las elecciones, se distribuyeron, en un primer momento, de la siguiente forma: tres miembros designados por la UCD, dos por el PSOE, uno por el PCE y otro por AP; las fuerzas nacionalistas, con este criterio, en principio quedaron fuera del reparto, pero al final, el PSOE les cedió uno de sus puestos, quedando definitivamente constituida la ponencia constitucional con el reparto y miembros que se puede observar en la fotografía de la Ilustración 2.
Era una ponencia muy plural en términos políticos, con representantes de la izquierda y de la derecha, nacionalistas periféricos y centralistas, republicanos y monárquicos... una ponencia en la que compartieron mesa y diálogo quien durante años había sido ministro del interior durante el régimen del general Franco (Manuel Fraga) y quien durante la dictadura franquista había sufrido encarcelamiento por su actividad política (Jordi Solé).
Tras varios meses de trabajo, el resultado fue el primer borrador de Constitución de toda la historia española que se lleva a las Cortes Generales sin excluir a nadie, fruto del consenso, del acuerdo, de las recíprocas renuncias y de la recíproca aceptación de ideas de los rivales por parte de todos las tendencias políticas. Ciertamente, se trataba de un borrador de constitución que no satisfacía plenamente a nadie, pero esa era, precisamente, su principal virtud: ninguna fuerza política podía identificarse al cien por cien con todos sus contenidos, pero, a cambio, ninguna podía considerarse excluida, porque todas contribuyeron en parte al resultado final. Hubo importantes renuncias: algunos renunciaron a la república, otros a la pena de muerte, algunos a continuar con un Estado centralista, otros a un Estado federal... Todas y cada una de esas renuncias (y su envés: las correspondientes aceptaciones) fueron el cimiento del consenso constitucional; un cimiento que sólo pudo ser posible por la responsabilidad, la consciencia y el sentido de Estado, de los siete ponentes y de quienes los respaldaban. Tras más de ciento cincuenta años de fracasos en nuestra historia constitucional, tras una última guerra civil y casi cuarenta años de dictadura, no era momento para reproducir errores del pasado, era momento para mirar al futuro y poner las bases de una nueva etapa de estabilidad y concordia.
El espíritu de los siete miembros de la ponencia constitucional se prolongó en el Congreso de los Diputados, donde tras varios meses de deliberaciones, debates, negociaciones, acuerdos, rupturas (en la propia sede parlamentaria y entre bambalinas), al final, el 31 de octubre de 1978, el proyecto de Constitución fue votado en el Congreso y aprobado por la más amplia mayoría que jamás había obtenido un proyecto constitucional en Cortes: de los 350 diputados que integraban el Congreso, 325 votaron a favor y sólo 6 en contra (véase más detalle de la votación en la ilustración núm. 3).
Ilustración 3 – Votación en el Congreso del Proyecto de la Constitución
Hasta aquí, todos y cada uno de los pasos de la transición habían sido firmes y se habían materializado en éxitos clamorosos: la aprobación de la Ley para la Reforma Política, las primera elecciones democráticas, la formación y funcionamiento de la ponencia constitucional, la aprobación del proyecto de constitución en las Cortes... Sí. Pero quedaba el último paso, el paso sin el cual todo lo demás habría sido una operación bienintencionada para baldía: el texto constitucional tenía que ser sometido a referéndum y no podía ganar “por un poquito”, sería irresponsable y ridículo pretender cimentar el futuro de un Estado democrático en un apurado “cincuenta y tantos por ciento”. El futuro de España no se podía cimentar (una vez más) en el ocasional y fluctuante éxito de una mitad de España frente a la otra.
Y no era fácil, pues aunque se estimaba que los ciudadanos españoles deseaban mayoritariamente apoyar el nuevo proyecto, era difícil calcular a priori el efecto intimidatorio que podía suponer sobre la población, por un lado, la incertidumbre con que todavía entonces se veía la neutralidad de las Fuerzas Armadas, y por otro, la presión y el miedo que transmitían las acciones criminales de diversos grupos terroristas de extrema izquierda y de extrema derecha (declarados enemigos de la transición política y de un futuro Estado español democrático), muy especialmente, de la banda criminal ETA. Por lo que respecta a lo primero, las Fuerzas Armadas, en conjunto, mantuvieron la neutralidad durante la transición y, después, tras la aprobación de la Constitución Española, asumieron fielmente su nuevo papel de “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” (art. 8.1 CE), lo que no impidió movimientos involucionistas de algunos sectores reaccionarios y minoritarios del Ejército, que se plasmaron en un plan golpista que fue abortado en noviembre de 1978 antes de ponerse en marcha (la “operación Galaxia”), y en un golpe militar frustrado el 23 de febrero de 1981, con acciones militares (a la sazón, afortunadamente, incruentas) en Madrid y Valencia. Por lo que respecta a lo segundo, fueron varios los grupos criminales que con motivación o excusa política operaron durante la transición; la más activa de estas organizaciones era la banda ETA, grupo terrorista y nacionalista de extrema izquierda arraigado en el País Vasco; esta banda terrorista se había gestado en tiempos de la dictadura, lo que en algunos ámbitos nacionales e internacionales le había granjeado cierta simpatía, por entender que era una fuerza de lucha antifranquista, y que caído el régimen cesaría su “lucha armada”; no fue así, y la banda terrorista ETA se convirtió en el más sanguinario de los grupos criminales de la transición, asesinando durante tal periodo a más de ochenta personas, la mayoría de ellas en el País Vasco.
Y en ese contexto, llegó el referéndum constitucional del día 6 de diciembre (hoy fiesta nacional española) de 1978, en el que el éxito del “sí” resultó arrollador, superando muchas de las previsiones más optimistas (véase detalle en ilustración número 4). No sólo se produjo en toda España una muy alta participación (67,1 % del censo electoral), sino que el “sí” fue abrumadoramente mayoritario: 87,9% de los votos emitidos. Los ciudadanos españoles por primera vez en la historia se habían puesto de acuerdo en determinar conjuntamente las bases políticas y jurídicas de su marco de convivencia.
Ilustración 4 – Resultado general del referéndum del 9 de diciembre de 1978
En algunas partes de España los resultados fueron espectacularmente positivos, como es el caso de Cataluña, donde tanto la participación (67,9%) como el “sí” (90,5%) superaron la media española. Por su parte, en el contexto complejo del País Vasco, también ganó el “sí” por una amplia mayoría, con un entusiasmo menor (69,1 %) que en el resto de España y con una participación sensiblemente más baja (44,7%); ello puede explicarse por la acción conjunta de dos factores; uno, que el Partido Nacionalista Vasco (partido nacionalista de derechas, que tanto entonces como habitualmente suele ser la fuerza política más votada en el conjunto de las tres provincias vascas) recomendó la abstención; y dos, la descrita presión de la banda terrorista ETA que, junto con su entorno político, propugnó el “no” e hizo todo lo posible por amedrentar a los votantes vascos; a título meramente ilustrativo, ETA había asesinado en 1977 a doce personas, nueve de ellas en el País Vasco; pues bien, en 1978, la cifra ascendió a un total de 64 víctimas, tres de ellas tiroteadas en un bar de la ciudad de San Sebastián el día 5 de diciembre, en la jornada de reflexión previa al referéndum; el mensaje de la banda criminal no podía ser más claro; aun así, al día siguiente, en el País Vasco votaron “si” un 69,1% y ”no” solo un 23,5%.
Ilustración 5 – Resultados generales del referéndum del 6 de diciembre de 1978
Tras ser aprobada en referéndum, la Constitución sería sancionada y promulgada por el Rey el 27 de diciembre de 1978 y sería publicada oficialmente y entraría en vigor el día 29 de diciembre de 1978.
3 El vigente modelo constitucional y las reformas “puntuales” de 1992 y 2011
Tres fueron las grandes transformaciones que la Constitución Española de 1978 introdujo respecto del régimen precedente: el reconocimiento y garantía de un amplio catálogo de derechos y libertades individuales y colectivas, la democratización de las instituciones políticas, y la división y distribución territorial del poder público, en definitiva, las bases del estado democrático y social de derecho que se perfila ya desde el art. 1.1 del texto constitucional.
A esos elementos, como señas de identidad de nuestro sistema puede añadirse que la soberanía nacional reside en el pueblo (art. 1.2) y que la forma del Estado es la monarquía parlamentaria (art. 1.3).
Desde entonces hasta el día de hoy, la Constitución sólo ha sido objeto de dos reformas. Se trata de dos reformas muy concretas (la modificación de un precepto y la adición de un nuevo artículo) que no alteran las señas de identidad antes descritas.
La primera de ellas tuvo lugar por reforma de 27 de agosto de 1992, trae causa de exigencias de la Unión Europea y afecta al derecho de sufragio de los extranjeros en España. Desde 1978, la redacción original del art. 13.2 de la Constitución Española establecía que:
13.2. Solamente los españoles serán titulares de los derechos reconocidos en el art. 23, salvo lo que atendiendo a criterios de reciprocidad pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de sufragio pasivo en las elecciones municipales.
Sin embargo, la Unión Europea, a partir del Tratado de Maastricht en 1992, fue más allá, reconociendo expresamente que “todo ciudadano de la Unión Europea que resida en un Estado miembro del que no sea nacional tendrá derecho a ser elector y elegible en las elecciones municipales del Estado miembro en el que resida, en las mimas condiciones que los nacionales de dicho Estado”. Para evitar una discordancia entre el texto constitucional y las exigencias de la Unión Europea, las Cortes Generales (actuando conforme a lo recomendado por el Tribunal Constitucional tras ser consultado al respecto, y prolongando el consenso político de la transición) modificaron el art. 13.2 de la CE introduciendo el inciso “y activo”, quedando redactado de la siguiente forma (plenamente coincidente con la exigencia transnacional actualmente contenida en el art. 22.1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea):
13.2. Solamente los españoles serán titulares de los derechos reconocidos en el art. 23, salvo lo que atendiendo a criterios de reciprocidad pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de sufragio pasivo y activo en las elecciones municipales.
La segunda reforma fue más polémica, se aprobó por el procedimiento de urgencia el 27 de septiembre de 2011, en medio de la crisis financiera internacional y estando nuestro Estado sometido a la presión de los mercados y a las exigencias de control presupuestario establecidas desde las instituciones de la Unión Europea. Esta modificación supone una modificación profunda del art. 135 CE y aunque fue pactada por los dos principales partidos del arco parlamentario (el PSOE, de izquierdas, sustento parlamentario del Gobierno en esa época; y el Partido Popular [PP], de derechas, principal partido de la oposición) y se obtuvo con creces la mayoría parlamentaria cualificada necesaria para aprobar la modificación, pese a eso, digo, la búsqueda de consenso con otras fuerzas parlamentarias no fue una prioridad, y el resultado, aunque en términos jurídicos fue más que suficiente, en términos políticos quedó lejos del consenso de 1978.
La redacción original del art. 135 establecía que:
1. El Gobierno habrá de estar autorizado por Ley para emitir Deuda Pública o contraer crédito.
2. Los créditos para satisfacer el pago de intereses y capital de la Deuda Pública del Estado se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de los presupuestos y no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión.
Si lo que se pretendía era garantizar la estabilidad presupuestaria de todas las Administraciones Publicas, el precepto reproducido se trataba, sin duda, de una previsión insuficiente, pues limitaba su alcance subjetivo a la Administración del Estado, no suponiendo ningún límite para las haciendas autonómicas o municipales. Desde esa perspectiva puede comprenderse la conveniencia de modificar su contenido. Ahora bien, el texto definitivamente aprobado, que es el que sigue:
Art. 135.
1. Todas las Administraciones Públicas adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria.
2. El Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados Miembros.
Una Ley Orgánica fijará el déficit estructural máximo permitido al Estado y a las Comunidades Autónomas, en relación con su producto interior bruto. Las Entidades Locales deberán presentar equilibrio presupuestario.
3. El Estado y las Comunidades Autónomas habrán de estar autorizados por Ley para emitir deuda pública o contraer crédito.
Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta. Estos créditos no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión.
El volumen de deuda pública del conjunto de las Administraciones Públicas en relación al producto interior bruto del Estado no podrá superar el valor de referencia establecido en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea.
4. Los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo podrán superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados.
5. Una Ley Orgánica desarrollará los principios a que se refiere este artículo, así como la participación, en los procedimientos respectivos, de los órganos de coordinación institucional entre las Administraciones Públicas en materia de política fiscal y financiera. En todo caso, regulará:
a) La distribución de los límites de déficit y de deuda entre las distintas Administraciones Públicas, los supuestos excepcionales de superación de los mismos y la forma y plazo de corrección de las desviaciones que sobre uno y otro pudieran producirse.
b) La metodología y el procedimiento para el cálculo del déficit estructural.
c) La responsabilidad de cada Administración Pública en caso de incumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria.
6. Las Comunidades Autónomas, de acuerdo con sus respectivos Estatutos y dentro de los límites a que se refiere este artículo, adoptarán las disposiciones que procedan para la aplicación efectiva del principio de estabilidad en sus normas y decisiones presupuestarias.
Desde una perspectiva técnica llama la atención (y no de una forma positiva) el nivel de detalle del precepto (más propio de una norma de inferior rango que de un texto constitucional) y la inclusión de conceptos (también más propios de norma de inferior rango) como “déficit estructural” o “créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública”. Sin necesidad de entrar en otros aspectos de carácter sustantivo, me limitaré sólo a destacar que incluso pudiéndose compartir la finalidad que persigue el precepto, es una pena que sus redactores no hayan acertado a buscar una fórmula positiva más acorde en extensión y contenido a lo que, entiendo, debe ser el texto de una Constitución.
Por último, otro elemento a señalar es que aunque hay varios preceptos de la Constitución diseñados teniendo en cuenta a la Unión Europea (por ejemplo, el art. 93, concebido en 1978 para posibilitar la cesión del ejercicio de competencias constitucionales a organizaciones internacionales; o la ya comentada reforma del art. 13.2), el nuevo art. 135 es el primer y único precepto de la Constitución en el que se cita expresamente a tal organización internacional.
4 La “oportunidad/inoportunidad” de una posible reforma constitucional en el actual momento político.
Por tanto, a la vista de lo expuesto en el anterior apartado, en cuarenta años de vigencia de la Constitución, sólo en dos ocasiones posibles alteraciones de su contenido han sido llevadas (y con éxito) a las Cortes, y en ambos casos se trataba de dos ajustes muy concretos en cuanto a su alcance y afección sobre el texto constitucional (la adición de dos palabras a un artículo y una modificación más profunda de otro más), sin que ni uno ni otro caso supusieran un cuestionamiento o un ajuste de aspectos fundamentales estructurales del texto constitucional
¿Significa esto que camino ya del medio siglo de vigencia continuada no existen motivos ni debate social o político sobre los contenidos del modelo impulsado por los políticos que hicieron posible la transición democrática y, acto seguido, fue aprobado por una arrolladora mayoría de una, ya distante el tiempo, generación de ciudadanos españoles? Sin duda, no. Son muchos e importantes los elementos que desde siempre han sido objeto de debate social y, cada vez con más frecuencia (no tanto en los primeros años de democracia) del debate político. De entre todos ellos destacan dos aspectos fundamentales: la forma de Estado y el modelo de distribución territorial del poder.
Por lo que respecta a la forma de Estado, el debate entre monarquía y república (federal o unitaria) siempre ha estado presente, con mayor o menor intensidad en función de circunstancias coyunturales.
La configuración monárquica del Estado, es decir, la renuncia a la república, fue en los años setenta del siglo XX un alto precio que las fuerzas de izquierda y nacionalista (en una muestra de responsabilidad y visión del Estado a la vista de las circunstancias del momento) pagaron como contribución a la existencia de consenso y garantía de un transición pacífica. Con independencia de las convicciones o sentimientos republicanos o monárquicos de cada uno, no cabe duda que ese precio ni condiciona ni puede condicionar eternamente el debate sobre la forma de Estado, y que si en algún momento se plantea seriamente la reforma de la Constitución, esta cuestión tiene que ser uno de los principales objetos de debate, sea cual sea el resultado (mantenimiento de la monarquía o sustitución por un modelo republicano) al que conduzca.
Sin embargo, en lo que respecta al debate sobre un Estado federal o unitario (y a diferencia de lo que sucede con la dialéctica monarquía/república), tengo la convicción de que se trata de un debate que se mueve en no pocas ocasiones entre el oportunismo, la candidez y la artimaña. El federalismo es un concepto que tiene que ver más con la génesis de un Estado que con la organización del poder. Es decir, los Estados verdaderamente federales no lo son porque el poder esté organizado de una manera o de otra, sino que lo son por la forma en que el Estado se gestó; un Estado federal surge por la unión de dos o más Estados independientes que en un determinado momento de su historia deciden renunciar a sus respectivas soberanías individuales (Estados Unidos, Alemania…) manteniendo una cierta estructuración territorial del poder y formando conjuntamente un nueva e indivisible soberanía común; con esta operación a los viejos Estados (en términos de Derecho Internacional) sólo les queda de “Estados” el nombre, pues el único verdadero Estado, él único verdadero sujeto de Derecho internacional es la Federación que todos ellos han formado. El Estado español es en la actualidad un Estado unitario y jamás a lo largo de la historia ha tenido un momento fundacional “federal”. Convertir España en un Estado federal supondría algo más que una nueva Constitución, supondría una refundación del Estado, supondría renunciar a la soberanía nacional, reconocer soberanía a cada una de las partes que lo integran (¿a qué partes?, ¿a las Comunidades Autónomas, que son entidades político/administrativas que jamás han estado dotadas de soberanía?, ¿a todas? ¿A Cantabria –donde yo nací- y a La Rioja, por ejemplo, también les reconocemos soberanía?, ¿no?, ¿a esas no y a otras sí?, ¿y por qué a unas sí a otras no?) para que a partir de ese momento cada una de esas partes decida “soberanamente” si desea asociarse federalmente con las demás, unirse al conjunto (a la nueva Federación) o convertirse en nuevos pequeños Estados independientes. Eso y no otra cosa es lo que significa la construcción de un Estado federal. Por eso, tras la propuestas federalistas entiendo que en unos casos hay artimaña (los nacionalismos periféricos que defienden como posible punto de encuentro el federalismo, no pensando en formar parte de una Federación, sino de no formar parte de ella); y en otros candidez u oportunismo (los partidos de ámbito estatal que cuando realizan propuestas “federales” parecen olvidar el elemento esencial del federalismo es ese momento genético, esa refundación del Estado –que va más allá de la aprobación de un nueva Constitución- que exige la liquidación de la soberanía nacional). ¿Es posible formular propuestas federalistas que no merezcan los calificativos que les he dedicado en este párrafo? Sí, es posible, existen, y son perfectamente legítimas: aquellas formuladas por políticos que con sinceridad les dicen a sus votantes (y a sus rivales) que defienden un modelo federal, es decir una refundación del Estado renunciando a que la soberanía nacional resida en el conjunto del pueblo español para acto seguido trocearla de acuerdo con los criterios que proponga esa fuerza política, y para que por último, cada nueva parte soberana del puzle decida si se une a la federación o si prefiere caminar por su cuenta; esta que acabo de describir es una propuesta que se puede compartir o no (yo no lo comparto), pero es una propuesta sincera sobre la que se puede discutir en un proceso constituyente.
Con independencia de todo lo anterior y para acabar con estas líneas dedicadas al federalismo, una cosa es llamar “federal” a un Estado como el español sin contar con una previa refundación del Estado sobre la base del fraccionamiento territorial de la soberanía y posterior reunificación (sin refundación en estos términos, hablar de “federación” no es más que mera frivolidad conceptual); y otra cosa es proponer utilizar o incorporar a nuestro sistema técnicas de organización territorial ensayadas en Estados federales (lo que puede ser perfectamente viable). Todo lo anterior en cuanto a la forma de Estado.
En cuanto al modelo de distribución territorial del poder, en 1978 se recogió en el Título VIII y la Disposición Adicional Primera de la Constitución un modelo descentralizado (en este ámbito fueron las tendencias centralistas de los partidos de la derecha las más sacrificadas en virtud de la busca de consenso) técnicamente imperfecto, lleno de ambigüedades, deliberadamente abierto, que al día de hoy sigue siendo fuente de múltiples problemas y conflictos (jurídicos y políticos). A las fuerzas políticas nacionalistas y a un sector de la izquierda la descentralización les parece escasa; a los partidos de la derecha y aun sector de la izquierda el nivel de descentralización que se ha alcanzado al amparo de este marco constitucional les parece excesivo (en temas como sanidad, educación, seguridad, régimen tributario…). Todos están de acuerdo en que el modelo técnico de descentralización constitucional es defectuoso, pero más allá de eso las posiciones sobre el quantum descentralización parecen al día de hoy irreconciliables.
Por tanto, si la pregunta es si existen motivos para al menos discutir en sede parlamentaria en términos serios y políticos sobre una posible profunda reforma constitucional (tema del que en los últimos años con frecuencia hablan los partidos políticos, al máximo nivel, a izquierda y derecha del arco parlamentario), mi opinión es que sí.
Ahora bien, si la pregunta es si existen en la actualidad condiciones para que ese debate pueda producirse de una forma sería, responsable, generosa, con altura de miras (más allá de la búsqueda de inmediatos réditos electorales), fructífera, una reforma, en definitiva, en un contexto equiparable al que tuvo lugar en la España de la transición, mi respuesta ya no es ni tan contundente ni tan positiva.
En el actual marco político español es posible que haya amplios consensos sobre determinados aspectos concretos como, por ejemplo, la incorporación de algunos nuevos derechos de los ciudadanos, la reducción de los aforamientos, quizá la reforma del sistema bicameral en las Cortes Generales… pero más allá de eso (que no está mal), una posible transformación más profunda, estructural, que afecte a los temas medulares a los que ya he hecho referencia, sería, en mi opinión, difícil que no condujera a una situación de vencedores sobre vencidos, a una Constitución nuevamente configurada como otrora, como el “botín de guerra del vencedor”, a un triste panorama no muy distinto del que tuvo el constitucionalismo español a lo largo del siglo XIX y parte del XX.
5 Tres propuestas ambientales para integrar en la Constitución Española
Y es precisamente en relación con la posibilidad de posibles acuerdos para modificaciones puntuales de la Constitución con lo que quiero concluir mi ponencia. En concreto, lo que voy a exponer en esta parte final son tres propuestas de modificación vinculadas con el medio ambiente que, en mi opinión, sería positivo que fueran valoradas y consideradas en una posible futura (y quizá cercana) reforma de la Constitución española.
Se trata en primer lugar, de la positivación del principio de desarrollo sostenible; en segundo lugar, del reconocimiento del derecho al agua; y, por último, de incluir en el art. 149.1 de la Constitución un título competencial estatal sobre espacios naturales protegidos supraautonómicos.
b) Positivización del principio de desarrollo sostenible
La Constitución española, redactada en 1978, ni positivizó ni pudo positivizar un concepto como el de “desarrollo sostenible” formulado como tal nueve años más tarde en el contexto de la ONU en el célebre y recurrente informe Bruntland.
Ahora bien, la necesidad de equilibrio entre la protección del medio y el desarrollo económico y social, la ponderación de intereses, el tomar decisiones medioambientales en el presente que limiten el impacto de nuestra actividad económica sobre el medio pensando en las generaciones futuras, todo eso, en definitiva, nace mucho antes de 1987. El informe Bruntland no se inventa el desarrollo sostenible partiendo desde la nada, lo que hace es articular técnicamente e impulsar una sensibilidad que arranca desde mucho tiempo atrás. Los orígenes de esa nueva sensibilidad podemos encontrarlos ya antes de la I Guerra Mundial, en el nacimiento de la ingeniería forestal y la ciencia dasonómica en Alemania (destacadamente en Sajonia) y en Estados Unidos (muy especialmente en las ideas y políticas de Gifford Picnhot, de 1905 a 1910 primer Jefe del Servicio Forestal de los Estados Unidos). Décadas más tarde, tras el desastre global humano y medioambiental de la II Guerra Mundial, fueron cada vez más las voces que desde ámbitos científicos, culturales, sociales y políticos se sumaban a esta nueva forma de entender el progreso y la moderna relación de los seres humanos con la naturaleza.
Por eso, no es de extrañar que (aunque hubiera que esperar a 1987 a que la ONU consagrara internacionalmente la forma y nombre de estas ideas), la Constitución Española de 1978 contuviera preceptos que implicaban la consideración y armonización de objetivos y preocupaciones medioambientales, económicas y sociales:
Artículo 45.
1. Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.
2. Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.
Artículo 130.
1. Los poderes públicos atenderán a la modernización y desarrollo de todos los sectores económicos y, en particular, de la agricultura, de la ganadería, de la pesca y de la artesanía, a fin de equiparar el nivel de vida de todos los españoles
2. Con el mismo fin, se dispensará un tratamiento especial a las zonas de montaña.
Tomando precisamente esos preceptos como base, el Tribunal Constitucional sentó en el fundamento jurídico cuarto de su Sentencia 102/1995, de 25 de junio de 1995, que en cuanto al medio ambiente, en la Constitución
se configura un derecho de todos a disfrutarlo y un deber de conservación que pesa sobre todos, más un mandato a los poderes públicos para la protección (art. 45 C.E.). En seguida, la conexión indicada se hace explícita cuando se encomienda a los Poderes públicos la función de impulsar y desarrollar se dice, la actividad económica y mejorar así el nivel de vida, ingrediente de la calidad si no sinónimo, con una referencia directa a ciertos recursos (la agricultura, la ganadería, la pesca) y a algunos espacios naturales (zonas de montaña) (art. 130 C.E.), lo que nos ha llevado a resaltar la necesidad de compatibilizar y armonizar ambos, el desarrollo con el medio ambiente (STC 64/1982). Se trata en definitiva del «desarrollo sostenible», equilibrado y racional, que no olvida a las generaciones futuras, alumbrado el año 1987 en el llamado Informe Bruntland, con el título «Nuestro futuro común» encargado por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Eso significa que desde 1995, el Tribunal Constitucional español considera que el desarrollo sostenible, exactamente en los mismos términos en que es configurado desde la ONU en 1987, es un principio constitucional implícito. Desde 1995 han sido ya varias las ocasiones en que en resoluciones judiciales contencioso-administrativas, tribunales españoles del más alto nivel han incluido en la ratio decidendi de sus pronunciamientos la invocación del desarrollo sostenible como principio constitucional; es el caso de la Sentencia del Tribunal Supremo de 30 de mayo de 1997 (Roj STS 3814/1997) y de otras dos de 31 de marzo de 1998 (Roj STS 8385/1998 y STS 2151/1998), o de las Sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia de la Comunidad Valenciana de 8 de octubre de 2008 (Roj: STSJ CV 6169/2008), y de Andalucía de 7 de marzo de 2006 (ROJ STSJ AND 248/2006).
Pues bien, si desde hace décadas la jurisprudencia española entiende que del texto de la constitución puede deducirse como principio el desarrollo sostenible, mi primera propuesta medioambiental para incluir en una posible reforma de la norma suprema es rescatar este principio del ámbito nebuloso de lo “implícito” y positivizarlo, reconocerlo de forma explícita en el texto.
c) Reconocimiento del derecho al agua
En la actualidad, el “derecho al agua” es en el contexto internacional algo más que buenos deseos. En el año 2010 fue reconocido expresamente por la ONU por medio de sendas resoluciones, la Resolución 64/292 de la Asamblea General, El derecho humano al agua y al saneamiento, de 28 de julio de 2010, A/RES/64/292, y la Resolución 15/9 del Consejo de Derechos Humanos, Los derechos humanos y el acceso al agua y al saneamiento, de 6 de octubre de 2010, A/HRC/RES/15/9; y, además, por fin, tras casi veinte años de espera, en 2104 entró en vigor la Convención de Nueva York sobre derecho de los usos de los cursos de agua internacionales para fines distintos de la navegación de 1997.
No obstante, cuando en 1978 se redacta la Constitución, hablar de un “derecho humano al agua” con respaldo internacional no era más que una entelequia. Por esa razón, en el texto constitucional de 1978 no aparece por ningún lado el “derecho al agua”, ni entre los derechos y libertades articulados con la técnica del derecho subjetivo, ni entre los articulados como meros principios rectores.
Es posible que el derecho al agua, tal y como se configura en textos internacionales pueda implícitamente deducirse de algunos contenidos del texto constitucional. Al fin y al cabo, nuestra Constitución reconoce la dignidad de la persona (art. 10.1), el derecho a la vida (art. 15.1), a la protección de la salud (art. 43.1, este último no como derecho subjetivo, sino como principio rector), y el art. 10.2 establece que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
Sin embargo, tal posibilidad interpretativa, en mi opinión, no es suficiente, y de la misma manera que propongo la tipificación del principio de desarrollo sostenible, también es predicable como otra posible modificación con contenido medioambiental de nuestra Constitución la incorporación expresa del derecho al agua, un derecho fundamental que debe concretarse en los términos previstos en los tratados internacionales ratificados por España y en las normas legales establecidas a tal efecto.
d) Inclusión de un título competencial estatal que abarque espacios naturales protegidos supraautonómicos
El art. 149.1 de la Constitución, a lo largo de treinta y dos apartados enumera las competencias del Estado, sean exclusivas, sean compartidas (con distintos alcances o niveles) con las Comunidades Autónomas. Uno de los principios a los que responde ese reparto consiste, en términos territoriales, en atribuir al Estado las competencias en determinadas materias sobre ámbitos que afectan a varias Comunidades Autónomas, y permitir asumir a las Comunidades Autónomas estatutariamente las competencias sobre esas mismas materias cuando el ámbito territorial no excede del de la propia Comunidad. Así, por ejemplo, el Estado tiene competencia exclusiva para legislar y ejecutar en las siguientes materias en todos los casos en que afecten territorialmente a más de una Comunidad Autónoma:
a) Ferrocarriles (art. 149.1.21ª)
b) Transportes terrestres (art. 149.1.21ª)
c) Aprovechamientos hidráulicos (art. 149.1.22ª)
d) Autorización de instalaciones eléctricas (art. 149.1.22ª)
e) Obras públicas (art. 149.1.24ª)
Sin embargo, el constituyente olvidó incluir una referencia similar para el caso de espacios naturales protegidos que afecten al territorio de más de una Comunidad. El párrafo del art. 149.1 que atribuye la competencia estatal sobre protección del medio ambiente es el 23ª: “Legislación básica sobre protección del medio ambiente, sin perjuicio de las facultades de las Comunidades Autónomas para establecer normas adicionales de protección (…)”.
Cuando, tras la entrada en vigor de la Constitución se constituyeron las Comunidades Autónomas, el Estado les fue transfiriendo la gestión de los espacios naturales protegidos de ámbito autonómico a aquellas Comunidades que había asumido tal competencia estatutariamente, pero continuó gestionando con normalidad aquellos espacios naturales que se extendían por el territorio de más de una Comunidad hasta que llegó la sentencia del Tribunal Constitucional 102/1995, en cuyo fundamento 19º se explica que:
la supraterritorialidad no configura título competencial alguno en esta materia […]. Ciertamente, los espacios naturales tienden a no detenerse y mucho menos a coincidir con los límites de las Comunidades Autónomas. Pero ello no es suficiente para desplazar la competencia de su declaración y gestión al Estado, so pena de vaciar o reducir la competencia autonómica en la materia.
Este criterio (coherente con la literalidad del art. 149.1.23ª) ha sido mantenido por el Tribunal Constitucional en otros pronunciamientos posteriores como las Sentencias 194/2004, 33/2005 o 32/2006.
Esta jurisprudencia ha conducido a que en la actualidad los espacios naturales supraautonómicos españoles se gestionen no por el Estado (como sí sucede con los ferrocarriles, las carreteras, las cuencas hidrológicas o las obras públicas), sino por las propias Comunidades Autónomas, sin que exista ninguan razón que en realidad justifique que en este ámbito concreto el principio constitucional rector del reparto de competencias sea distinto del utilizado en los demás casos expuestos.
Por la razón expuesta, se propone atribuir al Estado de forma expresa la gestión de los espacios naturales protegidos supraautonómicos, utilizando expresamente el mismo criterio de la territorialidad supraautonómica ya expresamente recogido en relación con los ferrocarriles, los transportes terrestres, las aprovechamientos hídricos, las autorizaciones de instalaciones eléctricas y las obras públicas.
Referencias
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1 En el cuadro, “CE” y “C” significan Constitución; “ER”, Estatuto Real (que en realidad no es una Constitución, sino una “carta otorgada”); los periodos marcados con “------------“ y letra más clara son etapas en las que no hay en vigor ni una Constitución ni una carta otorgada (periodos totalitarios o de transición); y los óvalos sombreados marcan periodos en los que España sufrió guerras, tanto de carácter civil como internacional.
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